noviembre 05, 2013

“USTEDES LOS LLAMAN DAÑOS COLATERALES, NOSOTROS LOS LLAMÁBAMOS AMIGOS”

Flavio Meléndez Zermeño[i]

El psicoanálisis se ocupa del duelo debido a que hay quienes buscan a un analista para hacer algo ante una muerte que los afecta. El enunciado que da título a este texto se encontraba en una pancarta de protesta en una de las manifestaciones públicas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. La particularidad de este movimiento social es que surge a partir del duelo de Javier Sicilia, poeta y periodista, por el asesinato de su hijo Juan Francisco. Juanelo, como lo llamaba cariñosamente su padre, fue asesinado por una banda del crimen organizado el 28 de marzo de este año en la ciudad de Cuernavaca (Morelos, México) junto con otros cinco jóvenes: Gabriel Alejo Cadena, Julio César Romero, Luis Antonio Romero, María del Socorro Estrada y Jesús Chávez, además de Álvaro Jaimes, tío de dos de ellos. Lo que este duelo implica para Javier Sicilia queda escrito en un poema dedicado a su hijo y en el que anuncia su retiro de la poesía:

El mundo ya no es mundo de la palabra. / Nos la ahogaron adentro / como te asfixiaron / como te desgarraron a ti los pulmones / y el dolor no se me aparta. / Sólo tengo al mundo. / Por el silencio de los justos / sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo… / El mundo ya no es digno de la palabra, es mi último poema, no puedo escribir más poesía... la poesía ya no existe en mí.[ii]

Estos versos muestran que para Sicilia la muerte de su hijo ha dejado al mundo desprovisto de la palabra poética, algo que él ha perdido al perder a su hijo, lo que éste se lleva al morir. ¿La subjetivación de esta pérdida es condición necesaria y suficiente para que este duelo pueda llegar a su conclusión de acto? Además de las indicaciones que al respecto aporta el poema, un trazo adicional permite situar algo del orden del acto en el proceder de Sicilia: de aquí en adelante este apellido no nombra solamente a quien fuera poeta[iii], sino que nombra al organizador más visible de un movimiento social que tiene su impulso en el duelo que enfrentan algunas familias mexicanas al haber perdido a seres queridos, generalmente jóvenes, en condiciones trágicas[iv]. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad está articulado por el dolor de Sicilia y de otros muchos ante la muerte de sus hijos, hijas, esposas, esposos, madres, padres, amigos, amigas, hermanos… Es por lo tanto un movimiento social que se constituye al margen de los partidos políticos, de los intereses de la clase política y de la búsqueda del poder del Estado:

Lo importante es no perder de vista que la base del movimiento es el dolor de las víctimas, porque si lo hacemos vamos a entrar a una lógica, a una narrativa que ya conocemos, a una disputa ideológica. Y eso no es lo que queremos.[v]

Se presenta aquí un poder del dolor. La contraparte del silencio de Sicilia en la poesía es entonces su activismo político, en el mejor sentido de la expresión, y su grito de indignación: “¡estamos hasta la madre!”, dirigido a los miembros de la clase política y a los criminales. A los primeros por buscar solo el poder, por participar de la corrupción y la impunidad que hacen posible el predominio del crimen, por ver solo por sus propios intereses y olvidarse de la ciudadanía; a los segundos por su violencia, por su crueldad, por su falta de dignidad, por haber perdido los códigos de honor que tuvieron en el pasado.[vi]
El poema fue leído unos días después de la muerte de Juanelo en el zócalo de Cuernavaca, la principal plaza pública de la ciudad, como corresponde a una situación en la que quedan reunidos el público de un duelo singular y el público de la política, haciendo de este duelo una cosa pública, res pública. Y es que dada la relación de Javier Sicilia con el mundo de la cultura, el periodismo y la política, el asesinato de su hijo se convirtió para muchos sectores sociales en “la gota de Sangre que derramó el vaso”[vii], al sumarse a los más de cincuenta mil muertos y más de diez mil desaparecidos que ha dejado como saldo la Guerra en contra de la delincuencia organizada que lleva a cabo el Gobierno Federal por decisión del titular del poder ejecutivo. Es así que se articula una respuesta colectiva que reúne a numerosos ciudadanos que han perdido a seres queridos en esta guerra, convocando al mismo tiempo a decenas de miles de habitantes de distintas partes del país a movilizarse en contra de una política militarista que no solo ha mostrado su ineficacia para combatir al narcotráfico y al crimen organizado sino que ha desgarrado gravemente el tejido social. De tal manera que este movimiento social no solo vuelve visibles y públicos los signos del duelo, que la modernidad occidental tiende a ocultar confinándolos al espacio privado, sino que se propone refundar el Estado mexicano para rehacer el tejido social, poniendo especial atención en las condiciones de vida de los jóvenes, a quienes el capitalismo globalizado y la crisis económica y financiera les han reducido considerablemente las oportunidades de una vida vivible –“nos han robado el futuro”, se escucha decir a algunos jóvenes que se enfrentan a espacios educativos que los excluyen y al desierto sobrepoblado del mercado de trabajo.
En el debate público se cuestionan los fundamentos de una guerra que parece no tener una sola razón válida y circulan con insistencia los argumentos que señalan su extrema debilidad: al combatir a la delincuencia organizada en las calles, utilizando comandos policíacos y militares, la violencia se ve incrementada y no se resuelven sus causas; esta estrategia no toca los flujos financieros ligados al crimen organizado y no investiga los circuitos del lavado de dinero; no se combate la corrupción enquistada en las instituciones, que va desde las altas esferas del poder político hasta los niveles operativos, que proporciona protección e impunidad a las actividades criminales; abundan los casos comprobados en que los encargados de combatir e investigar secuestros, tráfico de personas, extorsiones, narcotráfico y demás delitos del crimen organizado, participan directamente en las bandas que cometen estos delitos o están en complicidad con ellas; quien se ostenta como presidente de la República dio inicio a esta guerra buscando ganar la legitimidad que no le dio un triunfo electoral dudoso, con una ventaja de apenas el 0.25% sobre el candidato de la izquierda, en unos comicios plagados de irregularidades; esta estrategia militarista responde a los intereses de los Estados Unidos, que es al mismo tiempo el mayor mercado mundial de la droga y el principal exportador de armas ilegales a México; se evade la discusión sobre la legalización de las drogas, la cual toma cada vez más impulso en foros internacionales y en distintos países, entre ellos los Estados Unidos. Estos y otros cuestionamientos son retomados e impulsados por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Sicilia llega hasta el punto de hablar de un “Estado delincuencial”, en el que la criminalidad de la clase política y la impunidad con la que actúa son comparables a las de las bandas criminales:

La vida política de nuestro país es, para parafrasear a Clausewitz, la continuación de la delincuencia por otros medios.[viii]

El enunciado reproducido en el título de este artículo presenta dos posiciones opuestas, dos experiencias que son irreconciliables en el marco de una guerra. El término daño colateral (collateral damage) empieza a ser utilizado por las fuerzas armadas de los Estados Unidos a partir de la guerra de Vietnam y se populariza durante la guerra del Golfo Pérsico a principios de los años noventa. Designa las vidas humanas que están a un lado de las que la guerra busca destruir, pero cuya pérdida se considera justificada en función de los objetivos que esa guerra persigue; las vidas de quienes estaban “en el lugar y en el momento equivocados”, desde la perspectiva del imperativo de una acción armada para el que esas vidas no cuentan como tales sino solo como daños colaterales. Al ser designadas de esta manera se pierde su especificidad de vidas humanas singulares para quedar inscritas en una estadística que justifica por sí misma su desaparición al quedar subordinadas a los objetivos superiores que la guerra en cuestión persigue. Aquí es necesario tener en cuenta que el adjetivo collateral en inglés califica al sustantivo que acompaña como algo secundario o adicional, con lo cual se muestra el equívoco significante de la expresión: collateral damage asigna ese lugar secundario no solo a los daños materiales que eventualmente provoca sino a las vidas con las que termina. Este punto de vista difícilmente puede ser compartido por alguien que pierde a un ser querido en tales circunstancias, como es el caso de quienes han muerto por encontrarse en medio de un tiroteo entre fuerzas del gobierno y bandas del crimen organizado –que para colmo nadie puede asegurar que se trate del enfrentamiento entre dos bandos claramente diferenciados-, o que han muerto por ser confundidos por miembros del ejército o de las policías con miembros de un grupo delincuencial o por ser confundidos por uno de estos grupos con una banda rival o con miembros de las fuerzas de seguridad, o que han muerto a manos de grupos criminales que actúan con la impunidad que les da la protección de políticos y funcionarios que van desde los de alto rango a los de niveles operativos.
La Guerra en contra del narcotráfico o Guerra en contra del crimen organizado que lleva a cabo el Gobierno Federal difunde una frase como eslogan publicitario que justifica sus acciones: “Para que la droga no llegue a tus hijos” -con lo cual revela su carácter de estrategia biopolítica[ix]. Por lo tanto, no se trata solamente de una guerra no convencional, copiada sobre el modelo de la Guerra en contra del terrorismo de Bush, pues en ella no se están confrontando dos ejércitos regulares, se trata además de una guerra basada en el poder estatal que en este caso declara tener como razón última la protección de la salud de los habitantes del país –todavía en el Código Penal Federal los delitos ligados a la producción, tenencia, tráfico, comercio y proselitismo de narcóticos se llaman Delitos contra la salud. En esa estrategia el Estado le sustrae a cada sujeto la capacidad de decidir qué sustancias introduce a su cuerpo, suplantando además la autoridad de los padres de familia situados también como incapaces de impedir que la droga llegue a sus hijos, quienes pasivamente caerán en ella si el Estado y el gobierno que lo administra no se los impide –ocurre que en efecto dada la declinación de la autoridad paterna y la desaparición paulatina de la familia patriarcal, cada vez hay más padres y madres de familia que no tienen posibilidades de hacerse cargo de las dificultades provenientes de la relación que su descendencia puede establecer con el objeto droga, por lo que tienen que dejar en manos del Estado eso que ellos ya no pueden resolver o tienen que buscar ayuda en otros espacios, uno de ellos el psicoanálisis.
Sin embargo, en este caso el titular del poder ejecutivo no prioriza políticas de salud pública –uno de los instrumentos usuales del biopoder- para enfrentar un aumento sustancial del consumo de drogas por parte de los jóvenes de nuestro país, sino que privilegia las operaciones militares y policíacas, saca al ejército a las calles, declara la guerra a las bandas del narcotráfico y entonces recibe su mensaje en forma invertida: tiene su guerra en una parte considerable del territorio nacional, con miles de muertos y desaparecidos, tanto de las bandas criminales como de los cuerpos de seguridad del gobierno y… de la población civil. La contradicción capital de esta estrategia ha sido condensada por el monero Hernández en un cartón político que titula Nuevo Eslogan. En él, con la agudeza que solamente permite lo cómico, que aquí se anuda con lo trágico, muestra a un empequeñecido ocupante de la silla presidencial que clava con un martillo el logotipo de su gobierno (el cual contiene la frase “Vivir Mejor”) en un gran anuncio que dice: “Para que la droga no llegue a tus hijos… TE LOS ESTAMOS MATANDO”.[x] Al tomar al pie de la letra este enunciado se puede concluir que la versión posmoderna de la solución final es el daño colateral, despojado ya del eufemismo de la expresión: el exterminio.[xi]



Una de los ejes fundamentales del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad es la exigencia de que los miles de muertos y desaparecidos anónimos que ha dejado el conflicto bélico sean nombrados, que se aclaren las circunstancias de su muerte o desaparición y que se haga justicia: “Exigimos esclarecer asesinatos y desapariciones y nombrar a las víctimas. Se deben esclarecer y resolver los asesinatos, las desapariciones, los secuestros, las fosas clandestinas, la trata de personas y el conjunto de delitos que han agraviado a la sociedad. Determinar la identidad de todas las víctimas de homicidio es un requisito indispensable para generar confianza”[xii]. De ahí la insistencia en que hay que hacer visible lo que le ocurrió a quien haya sido asesinado o desaparecido, investigar qué y cómo pasó, determinar quién era inocente y quién estaba involucrado con el crimen organizado, para en el primer caso restituir el honor y la dignidad de quien falleció y de su familia –pues no faltan las insinuaciones e incluso las acusaciones precipitadas por parte del Gobierno Federal, o de algún gobierno estatal, en el sentido de que quienes han muerto en alguna balacera, han sido ejecutados por alguna banda criminal o han desparecido es porque necesariamente estaban implicados en alguna actividad delictiva-, y en el segundo caso para “ver qué parte del tejido social se está desgarrando, dónde está lo que estamos dejando de hacer para producir criminales”.[xiii]
Estas demandas develan uno de los presupuestos que organizan la guerra que lleva a cabo el gobierno: hay vidas humanas que cuando se pierden no son dignas de ser lloradas y por lo tanto tampoco son merecedoras de duelo. En el discurso gubernamental esta cuestión es sugerida cuando se afirma como una justificación de esa guerra que la mayor parte de las vidas que se pierden en ella pertenecen a miembros de las bandas del crimen organizado, un porcentaje mucho menor a miembros de las fuerzas de seguridad del gobierno y solo un porcentaje mínimo a “civiles inocentes”:

A principios de 2010 el presidente Calderón sugirió que el 90% de las víctimas estaban ‘muy probablemente vinculadas al crimen organizado’, 5% a las fuerzas de seguridad, y que los civiles inocentes eran ‘muchos menos’. Si estas estimaciones son aún válidas, la cifra de ‘daño colateral’ sería, aproximadamente, menos de mil 500 personas. En enero de 2011 la PGR reportó 356 fallecimientos de ‘civiles inocentes’ durante los últimos cuatro años.[xiv]

Tal argumento da a entender que las vidas de quienes están ligados a la delincuencia organizada son vidas que no importan; pero en un ambiente en el que el temor y la desconfianza calan en el lazo social, la sospecha de mantener relaciones con la mafia queda flotando sobre cualquiera que sea asesinado, secuestrado o “levantado”[xv], con lo cual al sufrimiento de la familia por la pérdida se le suman la afrenta pública y la impotencia frente a la apatía o incluso el maltrato de las autoridades, que no hacen mucho por investigar un crimen que ya han juzgado por anticipado. Si el principio jurídico de presunción de inocencia escasamente ha operado en México[xvi], dadas la corrupción y la ineficiencia tradicionales en la impartición de justicia, ahora menos que nunca ese principio tiene vigencia en nuestro país, cuando por momentos la guerra ha instalado el estado excepción en algunas partes del territorio nacional.
Hay además otras dos consecuencias que se pueden extraer del discurso oficial y de las cifras mencionadas por el titular del poder ejecutivo: por un lado, si el porcentaje de civiles inocentes muertos en la conflagración es equivalente al de los miembros de las fuerzas de seguridad caídos en combate, entonces cualquier civil corre el mismo riesgo de morir que un miembro de las policías, del ejército o de la marina que se supone enfrentan al crimen organizado para proteger la vida de esos civiles; por el otro, si las vidas de los “delincuentes” no tienen valor y por lo tanto sus pérdidas no merecen ser lamentadas, entonces el gobierno actúa de la misma manera que aquellos que combate, hay una relación especular entre gobierno y delincuencia organizada, pues para ambos las vidas con las que deciden terminar no tienen ningún valor.
Una vida humana solo tiene valor si correlativamente su pérdida es situada como merecedora de duelo. Mientras una vida transcurre, la posibilidad de que sea llorada si se perdiera es una condición para su mantenimiento, condición que se sitúa en el futuro anterior en tanto este forma parte del lenguaje común:

… la frase “esta será una vida que habrá sido vivida” es la presuposición de una vida cuya pérdida es digna de ser llorada, lo que significa que será una vida que puede considerarse una vida y mantenerse en virtud de tal consideración. Sin capacidad de suscitar condolencia, no existe vida alguna, o mejor dicho, hay algo que está vivo pero que es distinto a la vida.[xvii]

Una guerra establece, por la lógica misma que la impulsa, una distinción entre vidas valiosas y vidas devaluadas, entre vidas merecedoras de duelo y vidas que no lo merecen. La cuestión es que en las guerras actuales esa distinción no se reparte exhaustivamente entre bando amigo y bando enemigo, pues al no tratarse de guerras convencionales en las que se enfrentan ejércitos regulares claramente diferenciados, el estado de vida no merecedora de duelo se desliza a cualquiera que quede en calidad de daño colateral o a cualquiera que estorbe los objetivos que esa guerra se propone. Cuando una vida termina en estas circunstancias, y esto es aún más patente en el caso de una vida joven, necesariamente queda como una vida no realizada, una vida “que no habrá sido vivida”, pues no solo le habrá sido arrebatada la vida sino también la muerte. Al no contar como una vida perdida en la sociedad y la cultura en la que esa vida transcurría, queda en el lugar de una vida que no merece ser llorada, que no alcanza a dar lugar a un duelo y peor aún si ha quedado en calidad de anónima.
De aquí es posible extraer una enseñanza: para que un duelo pueda encontrar su conclusión como acto se requiere que una vida que se pierde sea reconocida como digna de ser llorada, como merecedora de duelo en el lazo social en el que esa vida transcurrió. Esta es una condición que queda enlazada a las particularidades que toma el duelo y que dependen de las vicisitudes de la relación amorosa entre quien murió y quien está de duelo por esta muerte. Si el acto de subjetivación de esta pérdida requiere del “gracioso sacrificio de duelo”[xviii], en el que el doliente deja caer eso que el muerto se ha llevado consigo, lo que constituye una pérdida suplementaria que al caer queda convertida en desecho, tal acto solo es posible a condición de que no sea el (la) muerto(a) el (la) que queda por anticipado en ese lugar del desecho. Es necesario que su muerte sea reconocida en el lazo social como merecedora de duelo para que eso que con él (ella) se pierde suplementariamente pueda caer para el doliente como resto, como desecho, y el duelo pueda cerrarse haciendo de esta pérdida una muerte a secas, sin sustitución posible. Es aquí donde hay que situar la demanda del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad de nombrar y reconocer a los muertos y desaparecidos, hacerles justicia y darles humana sepultura a los que no la tuvieron.[xix]
Tener en cuenta que una vida puede ser llorada si se pierde, abre la posibilidad de aprehender la precariedad de la vida. Alguien que vive está expuesto a la no-vida desde el principio de su existencia:

Afirmar, por ejemplo, que una vida es dañable o que puede perderse, destruirse o desdeñarse sistemáticamente hasta el punto de la muerte es remarcar no sólo la finitud de una vida (que la muerte es cierta) sino, también, su precariedad (que la vida exige que se cumplan varias condiciones sociales y económicas para que se mantenga como tal). La precariedad implica vivir socialmente, es decir, el hecho de que nuestra vida está siempre, en cierto sentido, en manos de otro…[xx]

La relación del humano con la vida y con la muerte le impone por un lado la experiencia de su finitud, y con ella la de una brecha entre el goce que busca y el goce que obtiene; la relación del humano con la precariedad de la vida le impone por otro lado ciertas condiciones sin las cuales no puede mantenerse con vida. En el mundo humano estas condiciones no están repartidas equitativamente, es decir, hay una distribución desigual de la precariedad ligada a determinaciones políticas y sociales. A lo largo de la historia se han constituido formaciones sociales en las que la repartición del poder y los recursos materiales minimiza la precariedad para unos y la maximiza para otros. Esta asignación diferencial establece modalidades sociales de vivir y prosperar así como de morir y de duelo, a la vez que interviene en la distribución del usufructo de los bienes sobredeterminando los regímenes de goce propios de cada cultura. En el entramado de estos ordenamientos el cuerpo humano es un cuerpo social que depende de la relación con los otros para sortear la precariedad, sostenerse con vida y encontrar sus modalidades de goce.
Hay situaciones sociales y políticas en las que la precariedad de la vida se incrementa de manera exponencial, como ocurre en el conflicto armado que en este momento tiene lugar en México. Se dice que el país está en una “crisis de seguridad”, por la violencia cotidiana provocada por el crimen organizado y por la torpe y violenta manera de combatirlo que ha instrumentado el actual Gobierno Federal. Pero habría que inscribir esta inseguridad en un marco más amplio, en el que faltan los soportes colectivos que en otros tiempos permitían cierta protección frente a la precariedad de la vida y en el que ya no están más las pocas certezas que provenían de los sistemas de referencias que organizaban el lazo social; todo eso que la posmodernidad globalizada se llevó consigo.
Son también los tiempos de la muerte de dios –escrito por este mismo hecho con minúscula-, en el que “sus criaturas” han quedado en un desamparo que tal vez no habían conocido antes. Tal vez por eso la capacidad de convocatoria de Sicilia, de su discurso que no es solamente el de un intelectual de izquierda al que una tragedia puso en un lugar en el que él no eligió estar, sino el de un católico que practica una espiritualidad que difiere tanto de la teología de la liberación como de las posiciones conservadoras de la jerarquía eclesiástica, aunque coincida con las exigencias de justicia social de aquella corriente teológica. Ese discurso que apela al amor, al consuelo -como una manera de acompañar al otro en una soledad que es mutua-, que busca “tocar el corazón” de los políticos y los criminales, es también el discurso de un guía espiritual que interviene en el terreno de la política, en el mejor sentido que puede tener esta palabra: lo que hace vivible la vida en la polis.

Guadalajara, Jalisco. México
Agosto del 2011


[i] Este trabajo forma parte del proyecto de investigación “El poder en el lazo social y las diversas modalidades de subjetivación”, que se lleva a cabo en la Universidad de Guadalajara.
[ii] Rubicela Morelos. “La poesía ya no existe en mí”. La Jornada, abril 3, 2011.
[iii] En 2009 Javier Sicilia obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con el libro Tríptico del desierto, Editorial Era.
[iv] ¿No es además una ironía, de esas que el real del lenguaje nos trae en ocasiones especiales, que este apellido coincida con el nombre del lugar en el cual tuvo sus orígenes la mafia? En esa región han surgido también en tiempos recientes poetas que se han enfrentado a la mafia.
[v] Blanche Petrich. “Entrevista. Javier Sicilia, poeta y dirigente del Movimiento por la Paz”. La Jornada, junio 30, 2011.
[vi] Javier Sicilia. “Estamos hasta la madre… Carta abierta a los políticos y a los criminales”. Proceso, No. 1796, abril 3, 2011.
[vii] John M. Ackerman. “La gota de sangre que derramó el vaso”. La Jornada, abril 5, 2011.
[viii] Javier Sicilia. “El Estado delincuencial y la no violencia”. Proceso, No. 1811, julio 17, 2011.
[ix] A principios de este año el titular del poder ejecutivo federal, Felipe Calderón, negó haber utilizado la palabra “guerra” para referirse al combate que su gobierno efectúa en contra del crimen organizado. En una revisión rápida que el Grupo Reforma llevó a cabo en sus archivos, esa palabra es pronunciada en ocho discursos públicos por Calderón. Cf. Carmen Aristegui. “La guerra”. Mural, enero 15, 2011.
[xi]Heydrich (…) dijo que el nombre en clave oficial dado al exterminio de los judíos era ‘Solución Final’”. Hannah Arendt. Eichmann en Jerusalén. DeBolsillo. Barcelona, 2004. p. 125.
[xii] Pablo Ordaz. “México heroico”. El País Domingo, junio 19, 2011. El Pacto Ciudadano por la Paz con Justicia y Dignidad firmado el 10 de junio en Ciudad Juárez Chihuaha (llamada por Sicilia “el epicentro del dolor”, que en los últimos años ha ganado fama internacional como la ciudad más violenta del mundo, por la gran cantidad de asesinatos de mujeres por razones de género y por las miles de muertes provocadas por el crimen organizado y sus enfrentamientos con las fuerzas armadas gubernamentales), consta de seis ejes que articulan las demandas del Movimiento: 1. Esclarecer asesinatos, desapariciones y secuestros. Nombrar a las víctimas; 2. Fin a la estrategia de guerra. Estrategia de seguridad ciudadana con enfoque en los derechos humanos; 3. Combatir la corrupción y la impunidad. Reforma en la procuración y administración de justicia; 4. Combatir la raíz económica del crimen organizado y el lavado de dinero; 5. Atención de emergencia a la juventud y reconstrucción del tejido social. Una política económica y social que genere oportunidades reales de educación, salud, cultura y empleo para los jóvenes; 6. Democracia participativa: plebiscito, referéndum, revocación de mandato y democratización de los medios. Estos ejes son el resultado de las deliberaciones colectivas llevadas a cabo en diversas jornadas y movilizaciones en distintas ciudades del país.
[xiii] Blanche Petrich. Op. cit. El caso más escandaloso de tales acusaciones precipitadas por parte del Gobierno Federal ocurrió unas horas después de la masacre de quince adolescentes que celebraban una fiesta de cumpleaños el 30 de enero de 2010 en Villas de Salvárcar, una colonia popular de Ciudad Juárez. El ocupante de la silla presidencial declaró que algunos de los jóvenes asesinados tenían relación con una banda de la delincuencia organizada. Después se supo que la mayoría de los adolescentes masacrados pertenecían a un equipo deportivo que tenía el mismo nombre que una banda criminal, razón por la cual un grupo de sicarios los confundió como sus rivales. El titular de la presidencia de la República quedó envuelto en dicha confusión y rápidamente hizo sus disparos declarativos. Después del homicidio de Juan Francisco Sicilia y sus amigos no han faltado imputaciones similares: el titular de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Morelos afirmó en una reunión con diputados locales que uno de los asesinados tenía relación con un grupo del narcotráfico, además de señalar que el múltiple asesinato habría sido cometido por exmilitares y soldados en activo. Cf. Rubicela Morelos. “Procurador dijo que militares mataron a Juan Francisco Sicilia, asegura una fuente”. La Jornada, abril 5, 2011.
[xiv] Mario Arriagada y Andrés Lajous. “Caravana del Consuelo: La marcha que camina al revés”. Nexos, No. 403, julio, 2011.
[xv] La palabra que se utiliza para describir cuando alguien es raptado en la calle por un grupo –del que casi nunca se sabe si sus miembros pertenecen al crimen organizado, a los cuerpos de seguridad del Estado o a ambos-, para nunca más aparecer o ser encontrado posteriormente sin vida.
[xvi] Como lo muestra la cinta “Presunto culpable”. Este documental relata la historia de José Antonio Zúñiga Rodríguez, un joven trabajador de la economía informal en un tianguis, que pasa varios años en la cárcel acusado de un asesinato que no cometió, condenado con la única prueba de un “testigo” que a su vez fue amenazado por la policía para que incriminara a José Antonio. “Presunto culpable”. Dirección: Roberto Hernández y Geoffrey Smith. Escritores: Roberto Hernández y Layda Negrete. México, 2011.
[xvii] Judith Butler. Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós. México, 2010. p. 32.
[xviii] Sobre esta versión del duelo, que le otorga su carácter de acto, a diferencia de Freud que lo consideraba un trabajo anímico, cf. Jean Allouch. Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca. Edelp, Buenos Aires, 1996.
[xix] ¿No hay aquí un punto de contacto con la experiencia de Antígona tal como Lacan la abordó en ese seminario al que llamó La ética del psicoanálisis?
[xx] Judith Butler. Op. Cit. pp. 30-31.


Publicado en:
Artefactos, No. 2. El inconsciente es la política...¡AHDIOS! Una revista de la École Lacanienne de Psychanalyse. Otoño 2011.

septiembre 18, 2013



¿En qué país estamos?

Yo diría que es un lugar donde anida la tristeza... (Juan Rulfo. Luvina. El llano en llamas. Editorial RM. México, 2005).

Quizá ni nuestro querido Juan Rulfo se hubiera imaginado que exactamente 60 años después de publicar Luvina, el pueblo que ahí describe se asemejaría a muchos de los lugares del territorio mexicano. Lugares en los que la tristeza, la desesperanza, el abandono y la soledad son experimentados en carne propia por muchos mexicanos. Luvina es desolador, un pueblo fantasma habitado por vivos que parecen muertos, en el que la vida transcurre, el tiempo pasa y la muerte es una espera indefinida: “Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza” (Juan Rulfo. Op. Cit. p. 106).
La cultura popular mexicana ha tenido a lo largo de la historia una relación muy particular con la muerte: se le acepta con cierta familiaridad, se le celebra cada dos de noviembre,  la imagen juguetona de la huesuda es una tradición en murales, en cartones políticos, en el coloquial humor negro. Ha llegado a ser considerada como un símbolo nacional. Sin embargo, la presencia de la muerte parece ya no ser la misma desde hace algunos años, la muerte ha tomado otras formas: falta de consideración y respeto  hacia la vida y la muerte humanas, que han terminado por perder su valor; el horror y la crueldad están visiblemente presentes en la  vida cotidiana, en la luz pública, a través de la cual todos los habitantes de este país observamos cuerpos torturados, destrozados y mutilados que son exhibidos; mujeres despojadas de sus vestimentas, abusadas sexualmente, asesinadas y finalmente arrojadas en cualquier lugar, como si fuesen cualquier cosa; huesos humanos en fosas clandestinas, cadáveres, dolor, muerte. Una muerte cruel, que por su presencia reiterada ya no deja tiempo y espacio para el ritual funerario, el luto compartido, el duelo y la despedida que dé lugar a la subjetivación de lo que se ha perdido. El antropólogo Claudio Lomnitz puntualiza un rasgo muy importante de Luvina: “Es un lugar sin futuro, donde los asesinatos sin sentido constituyen los únicos signos de puntuación de la vida social. Luvina es el purgatorio en la tierra” (Claudio Lomnitz. Idea de la muerte en México. FCE. México, 2006. p. 22). A ese nivel hemos llegado actualmente en nuestro país, la vida cotidiana de la sociedad que habitamos está puntuada por los asesinatos que cada día tienen lugar a lo largo y ancho del territorio nacional.
Para el psicoanálisis “lo colectivo no es nada sino el sujeto de lo individual” (Jacques Lacan. Escritos I. Siglo XXI editores. México, 1989. p. 203), en la medida en que la subjetividad está tejida en el lazo social en el que un sujeto se constituye. En el caso de México, nuestro caso, ese lazo social se encuentra entramado con crisis diversas, atravesamos un punto crucial y decisivo, ligado a lo que algunos han llamado crisis civilizatoria. Sumado a lo anterior, en México atravesamos otro pasaje agónico: el de la injusticia. Inocentes encarcelados señalados como culpables, culpables libres señalados como inocentes; nuestro sistema de justicia de lo que más carece es de ésta misma: “Por tradición, México es una nación con una tasa de homicidios alta y con un sistema de prisiones ineficaz. Su herencia colonial y dependiente ha dificultado trazar una línea clara entre la nación y sus enemigos, entre el interior y el exterior, entre los muertos que deben ser nombrados y honrados y los que deben permanecer sin contar y desconocidos, en tumbas anónimas.” (Claudio Lomnitz. Op. Cit. p. 20). Mientras las cifras del horror aumentan, las historias singulares quedan ocultas por los números, aumentan los casos en que no hay responsables, la justicia brilla por su ausencia.
Madres en su mayoría, familiares y amigos que han perdido a un ser amado ya sea por desaparición o por asesinato, buscan sin encontrar, preguntan sin obtener respuesta alguna, hacen plantones, huelgas de hambre, no duermen, no comen,  ya no son los mismos, nada vuelve a ser igual, sus vidas dan un giro inesperado, sin retorno. Caminan entre indiferencia, burlas, calumnias, humillaciones y amenazas, renuncian a irse a otro lugar, a abandonar su tierra, sus recuerdos aunque en ello pierdan la vida misma: “Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos”. (Juan Rulfo. Op. Cit. p. 108). Encontrar a sus desaparecidos, pasar las horas largas llenas de amarga, desesperada y angustiada espera. O por lo menos poder honrar a sus muertos, enterrarlos digna, humana pero sobre todo amorosamente.
En una conversación entre amigos acerca de la tragedia que vivimos, ella le pregunta a él: ¿Cuando irá a parar esto? ¿En qué país estamos viviendo? Y, como no es fácil dar respuesta a semejante pregunta, él solamente la observó callado, frunció el rostro y se alzo de hombros. Tal cuestionamiento aparece en Luvina cuando el esposo de Agripina en dos ocasiones la interroga así:
Entonces yo le pregunté a mi mujer:
¿En qué país estamos, Agripina?
Y ella se alzó de hombros.
[…]
¿Qué país es éste, Agripina?
Y ella volvió a alzarse de hombros.
(Juan Rulfo. Op. Cit. p. 103-105)
Y claro, ¡quién puede tener respuesta a tales cuestionamientos! hay preguntas en las que no queda de otra más que observar, callar y alzarse de hombros. ¿Qué hemos hecho de éste país?, ¿En qué sociedad nos hemos convertido? En qué momento se le abrió la puerta a la apatía, a la indiferencia, al miedo, al silencio, al no-actuar, a los políticos corruptos, a los delincuentes y asesinos impunes, ¿cómo fue que  nuestro país se convirtió en Luvina?
En el lenguaje popular mexicano una expresión dice: el que espera desespera, y es que, ¿cómo sostener esa espera, cuando el ser amado que se espera de regreso a casa no llega, cuando la justicia depende de que algunos quieran o no que llegue?, cuando día con día nos desaparecen, nos asesinan.
En un artículo publicado en NAR por Luis Chaparro, titulado “La esperanza en Chihuahua es un bebé en el vientre”, relata:
“En Chihuahua nos han matado la esperanza antes de nacer. Estábamos acostumbrados ya a lo otro, a que la esperanza naciera cada mañana y nos la mataran ya para el mediodía. Siempre será un mejor día mañana, una mejor semana la próxima y un mejor año el que viene. Así somos los chihuahuenses. Pero esta vez no hubo tiempo” (http://nuestraaparenterendicion.com/index.php/estamos-haciendo/estado-de-la-republica/chihuahua/item/1799-la-esperanza-en-chihuahua-es-un-beb%C3%A9-en-el-vientre#.UbR8htj3MVQ).
En el texto se narra el siguiente hecho: el día 24 de mayo del 2013 se inauguraba una escultura en forma de una X de color rojo, llamada la “X de la mexicanidad” con un concierto en el que participaron varios cantantes y músicos. Al mismo tiempo, dentro de una plaza comercial, una mujer impactó su auto contra otro que estaba estacionado, los policías de una patrulla al darse cuenta de lo sucedido le piden a la mujer con insultos que se pare, ésta asustada se da a la fuga y la persiguen, en el momento de la persecución se escuchan los truenos de los juegos pirotécnicos lo cual hace confusa la situación y da pie para que los policías disparen. El resultado:
“La mujer recibió esquirlas de bala en la cabeza, una bala en el hombro y otra más en el vientre, que alcanzó a su bebé de 4 meses de gestación. Ella sobrevivió, aunque con la pelvis lastimada y sin posibilidades de volver a tener un hijo de su sangre. El bebé que llevaba dentro murió al instante.” (Ibíd.)
En este lugar en donde el sinsentido de la vida y de la existencia misma está a la vuelta de la esquina, en esta tierra de nadie, es frecuente escuchar el dicho popular la esperanza muere al último. Pero, ¿por cuánto tiempo es posible que en Luvina siga viva la esperanza?, ¿un acto requiere necesariamente de ella para realizarse?

Por:  Paola Alejandra Ramírez González y Flavio Meléndez Zermeño.
Fecha: agosto de 2013.
Más información: psic.alejandraramirez@gmail.com y flaviomelendez@gmail.com


Artículo publicado en el blog : "Psicoanálisis: La vida subjetiva en tiempos de guerra". Del Portal Nuestra Aparente Rendición: http://nuestraaparenterendicion.com/index.php/blogs-ok/psicoanalisis/item/1920-%C2%BFen-qu%C3%A9-pa%C3%ADs-estamos?

mayo 23, 2013

MIEDO SEGURO


Flavio Meléndez Zermeño[1]
La inseguridad se ha vuelto una preocupación central en las sociedades occidentales contemporáneas. De ahí su insistente presencia en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las conversaciones cotidianas, en las políticas públicas y en las versiones dominantes del discurso político. A nivel global la guerra contra el terrorismo, declarada en los Estados Unidos por la administración de George W. Bush a raíz de los atentados a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, marcó un hito en este terreno, hasta el punto de darle en el espacio público ese lugar medular a la "preocupación por la inseguridad" -una manera de nombrar un miedo compartido socialmente frente a un peligro tan indefinido como omnipresente. En México ha jugado un papel similar la guerra contra el narcotráfico, declarada al inicio de la administración de Felipe Calderón, en diciembre de 2006.
Ambas “guerras” invocan a la seguridad como su razón de ser –seguridad de sus respectivos territorios nacionales, de la población que en ellos habita, de la “democracia” e incluso del mundo entero- y convocan a un enemigo ubicuo que hay que combatir o mejor aún eliminar. El terrorista o el narcotraficante que pueden estar ocultos en cualquier lugar, tanto entre los propios como entre los extraños, representan un peligro cuya deslocalización es proporcional al miedo que provoca. Ambas estrategias comparten la característica de ser guerras irregulares, es decir, que en ellas no se enfrentan ejércitos convencionales claramente diferenciados, no hay un frente definido y por lo mismo están en todas partes y en ninguna; además conllevan una pérdida de límites entre la guerra y la paz, pues con frecuencia aparecen como un encadenamiento de operativos policiacos.
Lo que Michel Foucault llama la “sociedad de seguridad” va tomando forma a partir del surgimiento del biopoder: "el conjunto de mecanismos por medio de los cuales aquello que, en la especie humana, constituye sus rasgos biológicos fundamentales podrá ser parte de una política, una estrategia política, una estrategia de poder; en otras palabras, cómo, a partir del siglo XVIII, la sociedad, las sociedades occidentales modernas, tomaron en cuenta el hecho biológico fundamental de que el hombre constituye una especie humana"(Michel Foucault. Seguridad, territorio, población. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006. p. 15). El biopoder no solamente va a determinar que las políticas estatales queden organizadas por el concepto de “población”, con el consecuente énfasis en las estadísticas y los cálculos de probabilidades, sino que va a revelar la imposibilidad de distinguir tajantemente entre política y biología, pues el cuerpo humano, como cuerpo viviente, está siempre tomado en un dispositivo de poder y por lo tanto es desde siempre cuerpo biopolítico.
En este terreno surgen los dispositivos de seguridad, articulados a los mecanismos legales (todo el sistema jurídico-penal y sus procedimientos, que establecen las leyes que distinguen entre lo permitido y lo vedado, así como los castigos correspondientes) y a los mecanismos disciplinarios (en el sistema binario del código legal aparece un tercer término: el culpable y con él una serie de técnicas policiales, médicas, psicológicas que vigilan, diagnostican y se proponen transformar a los individuos). La seguridad está referida a acontecimientos probables, hay un cálculo de probabilidades en el que la cuestión fundamental es la economía y la relación económica entre el costo de la delincuencia y el costo de la represión, de tal manera que sea posible fijar límites aceptables para la delincuencia en una sociedad determinada. De esta manera surgen las estadísticas criminales, los índices de peligrosidad de individuos, poblaciones, ciudades, zonas, regiones. La seguridad se ejerce sobre el conjunto de una población, a diferencia de los mecanismos disciplinares que se ejercen sobre los cuerpos de individuos determinados. Así se constituye la "sociedad de seguridad", ligada a la construcción de las ciudades modernas, ciudades sin murallas en donde el problema central es el de una distribución del espacio y el tiempo que permita la circulación de los miasmas, del aire, de los individuos, de las mercancías.
Sin embargo, se puede sostener con Giorgio Agamben que el discurso y los dispositivos de seguridad lo que llevan a cabo es la "gestión del desorden", pues no tienen tanto como finalidad la prevención de la violencia y el desorden público como la intervención y el control a posteriori, lo cual constituye actualmente el ejercicio de gobierno, tanto en política interior como en política exterior. Es así que el conjunto de medidas que se toman para mantener la seguridad socavan la democracia y van en contra de sus principios, con lo cual la democracia deja de ser tal pues su único objetivo es el estado de excepción, del que forma parte fundamental la seguridad. El estado de excepción se convierte así en paradigma de gobierno y necesariamente va acompañado de la formación de ciudadanos a los cuales se les priva de su libertad y sus derechos sin que ni siquiera se den cuenta, pues el miedo compartido le da legitimidad a las medidas de excepción. En nombre de la seguridad el estado de excepción suspende el estado de derecho con el argumento de salvaguardarlo. Un poder soberano que se ubica al margen del derecho y simultáneamente se asume como su fundamento, un poder metajurídico situado en el umbral entre política y derecho, decide suspender el derecho para hacerlo valer a través de medidas de excepción que lo suspenden “temporalmente”.
Por lo demás, esta forma de ejercicio del poder ha dado pie a la reducción de la política a una actividad de gestión gubernamental centrada en la economía: "En la actualidad el poder político ha adoptado una única forma de gobernación de los hombres y de las cosas: la propia de la economía (...) Cuando la política queda reducida a lo gubernamental entra en funcionamiento un proceso por el cual los criterios internos de gubernamentalidad tienden a difuminar las fronteras entre ética, política, derecho y economía. Se piensa entonces que todo es materia de gestión, y en los casos extremos -cada vez más verosímiles por razones ecológicas- en forma de gestión de catástrofes". (Giorgio Agamben. Pensar desde la Izquierda. Mapa del pensamiento crítico para un tiempo en crisis. Errata Naturae editores, Madrid, 2012. p. 33). Si la economía tiene este papel preponderante para la gestión de gobierno, entonces se delinea uno de los objetivos que organizan las políticas de seguridad: la seguridad busca, entre otras cosas, crear las condiciones para que los dueños del capital hagan negocios redituables. La relación económica costo-beneficio ha estado siempre presente en la lógica del discurso y las prácticas de la seguridad.
Cuando la seguridad ocupa el lugar medular que tiene en las sociedades actuales y en las políticas públicas –y el caso de México es paradigmático en este sentido-, para los poderes constituidos no se trata tanto de erradicar el miedo en los habitantes de un país sino de alimentarlo, convocarlo, darle forma, para entonces volver indispensable y legítima una política fundada en la seguridad y su correlato necesario: el estado de excepción, forma extrema de ejercicio del poder al margen de los límites que le puede imponer el derecho. Es por eso que el discurso de la seguridad requiere para su subsistencia de un sujeto habitado por el miedo. Este miedo no necesita estar presente todo el tiempo, basta que tenga una existencia virtual, mostrando su eficacia a la manera de un material invisible que organiza el lazo social, matizando de desconfianza los intercambios con los otros. Es preciso también que miedo y desconfianza aparezcan como naturales, como experiencias normales que han estado ahí desde siempre.
La “gestión del desorden”, como práctica de gobierno, es una manera segura de mantener vigente la inseguridad, que a su vez convierte en potencialmente peligrosas las actividades cotidianas más comunes: salir de casa, ir al trabajo o a la escuela, transitar un camino en el campo, pasear por las calles, divertirse en un bar con la pareja o los amigos. El miedo puede tomar entonces la forma de una molestia difusa, intermitente, apenas perceptible dado que se ha convertido en una compañía habitual, totalmente “normal”, que trae con ella imágenes que como flashazos hacen aparecer acontecimientos terribles ante cualquier situación inesperada. Entonces, el efecto más conspicuo del miedo es una parálisis que consiste en no hacer nada para no correr riesgos. El cuerpo ha quedado tomado por el miedo y sus deseos han quedado suprimidos.
El miedo a perder la vida o que la pierda un ser querido, el miedo a ser secuestrad@, el miedo a ser asaltad@, el miedo a ser “levantad@”… miedos compartidos con otros, miedos que en ocasiones toman consistencia al realizarse lo temido y entonces quien los padece puede recibir una etiqueta psicopatológica para “explicar” su experiencia: síndrome de estrés postraumático, ataques de pánico, depresión, etc. Todas ellas formas de nombrar el sufrimiento subjetivo de un cuerpo tomado por el miedo, pero que hacen aparecer como si fuera una dificultad individual -un síndrome o un trastorno- aquello que está íntimamente anudado en el lazo social.
En este panorama la relación con los otros queda inevitablemente teñida por la desconfianza. La “paranoia” convertida en cualidad deseable para sobrevivir y destacar en el mundo –hace algunos años, Andy Grove, ejecutivo de la firma Intel, sentenció que “solo los paranoicos sobrevivirán”. El modelo resultante de esta forma de "convivencia" es la multitud de solitarios, tal como puede observarse en una de sus manifestaciones privilegiadas en cualquier día festivo en una plaza comercial de cualquier ciudad. El reverso de esta desconfianza repartida democráticamente es el discurso liberal de la “tolerancia”, reconocimiento en negativo de la dificultad de aceptar al otro cuando se muestra como tal, es decir, cuando aparece su alteridad irreductible, su diversidad. Al parecer, la pareja sospechoso-víctima funciona ampliamente como la diada que organiza la relación con el otro en tanto extraño; en la relación especular así instaurada los lugares son fácilmente intercambiables. Entonces el miedo revela ser uno de los rasgos constitutivos de la subjetividad contemporánea. En la “sociedad de seguridad” el miedo es seguro…


[1] Psicoanalista. Miembro de la École Lacanienne de Psychanalyse/Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. flaviomelendez@gmail.com

 Artículo publicado en el blog "Psicoanáilsis: La vida subjetiva en tiempos de guerra". Del portal: Nuestra Aparente Rendición: