Flavio Meléndez Zermeño
En mayo de este año Craig Venter y su equipo de investigación,
que jugaron un papel sobresaliente en el desciframiento del genoma
humano, dieron a conocer la creación de una célula
artificial en su laboratorio. Se trata de una bacteria que es
producto de la implantación de genoma sintético en el “cascarón” de otra
bacteria, la cual se transforma siguiendo la estructura de
ese código genético artificial, dando lugar a una nueva especie que
no proviene de la división de otras células, es decir, su origen no está
en la reproducción de otras formas de vida -ya en el
2007 este investigador había conseguido crear un cromosoma sintético
a partir de material químico. Esta invención abre múltiples
posibilidades para la producción de microorganismos que pueden ser
utilizados en la fabricación de medicamentos, de combustibles, de
alimentos… y de armas biológicas con un alto grado de letalidad, además
de otros usos que muy probablemente aumentarán más la
brecha, de por sí ya abismal, entre las clases sociales
privilegiadas y las subalternas, habida cuenta de que Craig Venter
además de un destacado genetista es también un ambicioso empresario y
sus creaciones estarán rápidamente disponibles en los circuitos del
mercado global, al alcance de quien pueda pagar por ellas.
Este último progreso de las ciencias genómicas nos pone a sólo
un paso de la caída de una barrera que era considerada infranqueable
para la especie humana: la creación de vida artificial.
Un atributo que era considerado exclusivo de dios –o de los dioses,
si consideramos que el politeísmo es una amenaza que constantemente se
infiltra en las grandes religiones monoteístas-, ahora
pertenecerá a los humanos, con lo cual se confirma la observación
del fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, de que en nuestro tiempo
la ciencia ocupa el lugar que antes le correspondía a
dios. Estamos frente a uno de los avatares, y ciertamente uno de los
más decisivos, de la muerte posmoderna de dios. Vivimos una época en la
que el conjunto del lazo social ha dejado de estar
organizado por la figura de dios. Su poder y su autoridad eran los
que le daban su fundamento a las formas de gobierno, a las instituciones
sociales encargadas de administrar la vida terrena y
espiritual de los hombres, a las formas de vivir los lazos amorosos y
familiares, dándole consistencia a una cadena de transmisión que
empezaba con dios, seguía con el papa, pasaba por el monarca
-posteriormente por el presidente o primer ministro en los regímenes
electorales- y terminaba con en el padre de familia. Este paradigma,
con variantes históricas y geográficas, dominó la vida de
Occidente durante largos siglos y su ocaso ha dado lugar a una
sociedad iluminada por el brillo de la mercancía.
Así, cuando el dominio de los hombres sobre la naturaleza y
sobre los asuntos del mundo demostró que la trascendencia de dios se
volvía innecesaria, su inmanencia también se diluyó en la
mano invisible del mercado, nueva forma de la providencia que sólo
alcanza a proteger a unos cuantos mientras abandona a las mayorías. De
tal manera que quien todavía conserve su creencia en dios
queda situado en una frágil posición: esa creencia ocupa un lugar
marginal en un mundo que la destituye cotidianamente. Los ceremoniales
religiosos quedan entonces como una isla espacial y
temporal en un mundo sin dios; quien cree al mismo tiempo descree en
cada uno de los actos que lleva a cabo para participar en ese mundo
sometido a las reglas del capitalismo salvaje, que le
rinde culto a la ideología darwinista que identifica la lucha por la
vida a la depredación llevada a cabo por los más “aptos”, pues en
última instancia el valor de la vida humana queda
determinado por las leyes del intercambio mercantil –cuestión de la
que saca las conclusiones más cínicas la llamada “delincuencia
organizada”, organizada en la medida en que opera como una
empresa capitalista.
Aquel dios –que la posmodernidad ha terminado por escribir
así, con minúscula- podrá estar presente en la mente de algunos o de
muchos, pero eso no les basta para enfrentar su desamparo. La
muerte de dios deja un agujero del que es posible salir, como señala
el filósofo francés Jean Cristophe Bailly, realizando un duelo que
permita decirle adiós, dejando caer lo que con su
muerte se ha perdido; duelo respetuoso, alejado de las consignas
estridentes del ateísmo militante, que haga posible una relación
distinta con el mundo y con los otros –uno de los lugares donde
es posible efectuar ese duelo es la experiencia que se abre al
iniciar un psicoanálisis.
Es conveniente además tener en cuenta que sobre un agujero es
posible construir algo nuevo. La muerte de dios que la posmodernidad ha
terminado por consumar ha roto aquella cadena que
establecía el continuo dios-papa-monarca o presidente-padre de
familia, para mostrar que la relación entre esas instancias y sus
sucedáneas no tiene nada de natural, que el poder de las
instituciones que pretenden regular la vida social, familiar y
amorosa no es eterno, y que su fractura ha dado lugar a la proliferación
de formas de organización social, de estructuras familiares
y de parentesco, de lazos eróticos y amorosos, en los que además
queda patente que hay cuestiones del orden del amor y el deseo que no
pueden ser fagocitadas por la lógica capitalista de la
mercancía.
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