mayo 03, 2012

La muerte de Dios en la postmodernidad

Flavio Meléndez Zermeño
 
En mayo de este año Craig Venter y su equipo de investigación, que jugaron un papel sobresaliente en el desciframiento del genoma humano, dieron a conocer la creación de una célula artificial en su laboratorio. Se trata de una bacteria que es producto de la implantación de genoma sintético en el “cascarón” de otra bacteria, la cual se transforma siguiendo la estructura de ese código genético artificial, dando lugar a una nueva especie que no proviene de la división de otras células, es decir, su origen no está en la reproducción de otras formas de vida -ya en el 2007 este investigador había conseguido crear un cromosoma sintético a partir de material químico. Esta invención abre múltiples posibilidades para la producción de microorganismos que pueden ser utilizados en la fabricación de medicamentos, de combustibles, de alimentos… y de armas biológicas con un alto grado de letalidad, además de otros usos que muy probablemente aumentarán más la brecha, de por sí ya abismal, entre las clases sociales privilegiadas y las subalternas, habida cuenta de que Craig Venter además de un destacado genetista es también un ambicioso empresario y sus creaciones estarán rápidamente disponibles en los circuitos del mercado global, al alcance de quien pueda pagar por ellas.
Este último progreso de las ciencias genómicas nos pone a sólo un paso de la caída de una barrera que era considerada infranqueable para la especie humana: la creación de vida artificial. Un atributo que era considerado exclusivo de dios –o de los dioses, si consideramos que el politeísmo es una amenaza que constantemente se infiltra en las grandes religiones monoteístas-, ahora pertenecerá a los humanos, con lo cual se confirma la observación del fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, de que en nuestro tiempo la ciencia ocupa el lugar que antes le correspondía a dios. Estamos frente a uno de los avatares, y ciertamente uno de los más decisivos, de la muerte posmoderna de dios. Vivimos una época en la que el conjunto del lazo social ha dejado de estar organizado por la figura de dios. Su poder y su autoridad eran los que le daban su fundamento a las formas de gobierno, a las instituciones sociales encargadas de administrar la vida terrena y espiritual de los hombres, a las formas de vivir los lazos amorosos y familiares, dándole consistencia a una cadena de transmisión que empezaba con dios, seguía con el papa, pasaba por el monarca -posteriormente por el presidente o primer ministro en los regímenes electorales- y terminaba con en el padre de familia. Este paradigma, con variantes históricas y geográficas, dominó la vida de Occidente durante largos siglos y su ocaso ha dado lugar a una sociedad iluminada por el brillo de la mercancía.
Así, cuando el dominio de los hombres sobre la naturaleza y sobre los asuntos del mundo demostró que la trascendencia de dios se volvía innecesaria, su inmanencia también se diluyó en la mano invisible del mercado, nueva forma de la providencia que sólo alcanza a proteger a unos cuantos mientras abandona a las mayorías. De tal manera que quien todavía conserve su creencia en dios queda situado en una frágil posición: esa creencia ocupa un lugar marginal en un mundo que la destituye cotidianamente. Los ceremoniales religiosos quedan entonces como una isla espacial y temporal en un mundo sin dios; quien cree al mismo tiempo descree en cada uno de los actos que lleva a cabo para participar en ese mundo sometido a las reglas del capitalismo salvaje, que le rinde culto a la ideología darwinista que identifica la lucha por la vida a la depredación llevada a cabo por los más “aptos”, pues en última instancia el valor de la vida humana queda determinado por las leyes del intercambio mercantil –cuestión de la que saca las conclusiones más cínicas la llamada “delincuencia organizada”, organizada en la medida en que opera como una empresa capitalista.
Aquel dios –que la posmodernidad ha terminado por escribir así, con minúscula- podrá estar presente en la mente de algunos o de muchos, pero eso no les basta para enfrentar su desamparo. La muerte de dios deja un agujero del que es posible salir, como señala el filósofo francés Jean Cristophe Bailly, realizando un duelo que permita decirle adiós, dejando caer lo que con su muerte se ha perdido; duelo respetuoso, alejado de las consignas estridentes del ateísmo militante, que haga posible una relación distinta con el mundo y con los otros –uno de los lugares donde es posible efectuar ese duelo es la experiencia que se abre al iniciar un psicoanálisis.
Es conveniente además tener en cuenta que sobre un agujero es posible construir algo nuevo. La muerte de dios que la posmodernidad ha terminado por consumar ha roto aquella cadena que establecía el continuo dios-papa-monarca o presidente-padre de familia, para mostrar que la relación entre esas instancias y sus sucedáneas no tiene nada de natural, que el poder de las instituciones que pretenden regular la vida social, familiar y amorosa no es eterno, y que su fractura ha dado lugar a la proliferación de formas de organización social, de estructuras familiares y de parentesco, de lazos eróticos y amorosos, en los que además queda patente que hay cuestiones del orden del amor y el deseo que no pueden ser fagocitadas por la lógica capitalista de la mercancía.
 
Texto correspondiente a la colaboración transmitida el martes 27 de julio de 2010 en el programa Señales de Humo. Revista cultural de Radio Universidad de Guadalajara (104.3 FM – XHUG). Puede escucharse en http://www.podcastudg.com/humo.xml


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